domingo, 10 de abril de 2016

Me soñé libre y lo seré, Gracias.

Darle vueltas y terminar, como siempre, escribiendo sin ese orden lógico que borra la vergüenza de ser leída. Hace cincuenta años necesitábamos un cuarto propio y dinero. Ahora, a ese cuarto propio (sin wifi) y al ingreso medio de la modernidad, debemos añadir algo: la no necesidad de compartir. Hablar contigo, que me regales sabiduría y esperanza, ya no es compartir. Escuchar la misma canción a cien kilómetros de distancia ya no es compartir. Sonreír con los ojos tampoco. Ni entenderse con un gesto. Todo lo que da vida no cabe en una palabra, y menos en una tan fea. Ahora compartimos por Facebook, contamos orgullosos nuestra jornada de la forma en la que queremos ser vistos (sin saber que esto demuestra, justamente, lo que somos: lo contrario). Comparto una canción, pero no quiero que la escuchéis. Esa canción es mía, quiero que sepáis que escucho música que no conocéis. Y mucha. Comparto con orgullo: mi alegría o mi tristeza. Orgullo de la tristeza (cómo me favorece no sonreír). Orgullo de la alegría porque mi vida es mejor y más interesante que la vuestra.
Hace unos minutos lo dije: si no soy capaz de hacer entender mis palabras, ¿cómo sé que no me estás tachando de cínica con complejo de superioridad?
Compartir es divertido. Y ahora no basta con una habitación y comida. Sobra, si tenemos intimidad.
Dar vueltas a las ideas y terminar, como siempre, empezando como siempre. ¿Es esto una declaración de amor? ¿Intento dejar constancia de mi felicidad?
Compartir es bueno. Es sólo lo mejor que tenemos y, por eso, no existe palabra. Compartimos sin saber. Compartimos muchas cosas: Robin Hood me ataca de vez en cuando y las cintas de gimnasia se arreglan. Ahora sabemos esto, sabemos algo más. Caminamos juntas.
Misma calle, dos vidas después. Ana me hace sentir bien. Escucha las tonterías y hace que dejen de serlo. No sé a cuanta gente conozco. Setecientas personas transmiten muchas cosas. Nadie nunca seguridad. Hay gestos en su cara que deberían ser grabados. La naturalidad ya no existe.
Hace tres meses y varias semanas me bajé del coche porque necesité hacerlo. Apareció Nacho Vegas. No recuerdo si bebí cerveza, recuerdo no tener dinero para coger un taxi. Hoy sé que solo una persona leerá esto y que entenderá lo que significó no coger un taxi. Cómo la cerveza giró el curso de las cosas. Y, al final, de mi vida. Treinta películas. Cerveza de lata y atún. Ropa elegante. Ropa perdida. Noches aleatorias y sol. ¿Quién necesita despedirse después de solo unas horas?
Jueves y sábados. Paso por tu casa en coche dentro de diez minutos y vamos a un concierto. Sí.
Darle vueltas y terminar, como siempre, sin pasar el principio. Para crear, no necesitamos dinero ni un cuarto propio, necesitamos seguridad. Creamos, compartimos. Sólo lo hacemos real. La magia, dentro. Junto a la sucesión de palabras que nos hacen llorar sin parar. Dentro de una caja (o cuerpo). Estamos llenos. De magia o de vacío, pero estamos llenos. Todos diferentes, o eso queremos creer. Siente y escribe. No será real hasta que un editor amargado te dé su aprobación (si es que considera que tu cabeza le dará suficiente dinero). Recibo seguridad. Mi seguridad envía. Recibe aprobación. ¿Quién quiere llenar el mundo de palabras?

En tercero de primaria no imaginé que mis compañeros llegasen a ser drogadictos o acosadores. Alguien me explicó que lograrán éxito si llegan a sentarse en un asiento acolchado, negro y alto, con un amplio ventanal detrás y un sueldo de algo menos de mil euros. Nadie pudo hacernos creer que salvar la vida de gatitos o niños es malo. Pero sí otras cosas. Huímos del interior. No creamos, y nos da miedo leer en público, escribir la poesía que pide el profe de lengua o bailar en gimnasia. Somos buenos porque sabemos sumar.
Me soñé libre, y lo seré.
Gracias. "   Alguien que mola mucho.  ( Ángela Pérez Camblor ) 

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