"
Darle vueltas y terminar, como siempre,
escribiendo sin ese orden lógico
que borra la vergüenza de ser leída. Hace cincuenta años necesitábamos un cuarto propio y dinero. Ahora, a ese cuarto propio (sin
wifi) y al ingreso medio de la modernidad, debemos añadir algo: la no necesidad de compartir. Hablar contigo, que me
regales sabiduría y esperanza, ya
no es compartir. Escuchar la misma canción a cien kilómetros
de distancia ya no es compartir. Sonreír con los ojos tampoco. Ni entenderse con un gesto. Todo lo que da
vida no cabe en una palabra, y menos en una tan fea. Ahora compartimos por
Facebook, contamos orgullosos nuestra jornada de la forma en la que queremos
ser vistos (sin saber que esto demuestra, justamente, lo que somos: lo
contrario). Comparto una canción,
pero no quiero que la escuchéis.
Esa canción es mía, quiero que sepáis que escucho música que no conocéis. Y mucha. Comparto con orgullo: mi
alegría o mi tristeza.
Orgullo de la tristeza (cómo
me favorece no sonreír).
Orgullo de la alegría porque mi vida es
mejor y más interesante que
la vuestra.
Hace unos minutos lo dije: si no soy capaz
de hacer entender mis palabras, ¿cómo sé que no me estás tachando de cínica
con complejo de superioridad?
Compartir es… divertido. Y ahora no basta con una habitación y comida. Sobra, si tenemos intimidad.
Dar vueltas a las ideas y terminar, como
siempre, empezando como siempre. ¿Es
esto una declaración de amor? ¿Intento dejar constancia de mi felicidad?
Compartir es bueno. Es sólo lo mejor que tenemos y, por eso, no
existe palabra. Compartimos sin saber. Compartimos muchas cosas: Robin Hood me
ataca de vez en cuando y las cintas de gimnasia se arreglan. Ahora sabemos
esto, sabemos algo más.
Caminamos juntas.
Misma calle, dos vidas después. Ana me hace sentir bien. Escucha las
tonterías y hace que dejen
de serlo. No sé a cuanta gente conozco. Setecientas personas transmiten muchas
cosas. Nadie nunca seguridad. Hay gestos en su cara que deberían ser grabados. La naturalidad ya no
existe.
Hace tres meses y varias semanas me bajé del coche porque
necesité hacerlo. Apareció
Nacho Vegas. No recuerdo si bebí cerveza, recuerdo
no tener dinero para coger un taxi. Hoy sé que solo una persona leerá esto y que entenderá lo que significó no coger un taxi. Cómo la cerveza giró el curso de las
cosas. Y, al final, de mi vida. Treinta películas. Cerveza de lata y atún. Ropa elegante. Ropa perdida. Noches aleatorias y sol. ¿Quién necesita despedirse después de solo unas horas?
Jueves y sábados. “Paso
por tu casa en coche dentro de diez minutos y vamos a un concierto”. Sí.
Darle vueltas y terminar, como siempre, sin
pasar el principio. Para crear, no necesitamos dinero ni un cuarto propio,
necesitamos seguridad. Creamos, compartimos. Sólo lo hacemos real. La magia, dentro. Junto a la sucesión de palabras que nos hacen llorar sin
parar. Dentro de una caja (o cuerpo). Estamos llenos. De magia o de vacío, pero estamos llenos. Todos diferentes,
o eso queremos creer. Siente y escribe. No será real hasta que un editor amargado te dé su aprobación (si es que considera que tu cabeza le
dará suficiente dinero). Recibo seguridad. Mi seguridad envía. Recibe aprobación. ¿Quién quiere llenar el
mundo de palabras?
En tercero de primaria no imaginé que mis compañeros llegasen a ser drogadictos o
acosadores. Alguien me explicó
que lograrán
éxito si llegan a
sentarse en un asiento acolchado, negro y alto, con un amplio ventanal detrás y un sueldo de algo menos de mil euros.
Nadie pudo hacernos creer que salvar la vida de gatitos o niños es malo. Pero sí otras cosas. Huímos del interior. No creamos, y nos da
miedo leer en público, escribir la
poesía que pide el profe
de lengua o bailar en gimnasia. Somos buenos porque sabemos sumar.
Me soñé libre, y lo seré.
Gracias. " Alguien que mola mucho. ( Ángela Pérez Camblor )