domingo, 16 de abril de 2017

Promoción de zanahorias

A veces te das cuenta de todo lo que vas a echar de menos antes de que acabe.  Es como cuándo vas a un restaurante y estas esperando con ansia el plato de espaguetis y no te importa demasiado la tardanza porque la conversación es interesante pero tu hambre va en aumento.  Entonces llega el plato y sabe de maravilla y disfrutas cada bocado hasta que te das cuenta de que llevas más de la mitad y que aunque deceleres , antes o después, se va a terminar. 

 El día a día está lleno de cosas que nos dan igual,  pero a las que cogemos cariño.  Podríamos conectar casi cualquier cosa de los sentimientos con la comida,  porque es así como lo trascendental se mezcla a veces con las tonterías.   Pero lo que quería decir con todo esto es que siempre encuentras un momento del día para pensar las cosas, o el momento te encuentra a tí y no puedes huir de él,  y te enfrentas a la idea de lo rápido que pasa el tiempo.

En sexto de primaria fui a un campamento de verano en el que después de comer siempre nos comprábamos un kinder bueno en el kiosko,  y jamás en mi vida volví a tardar tanto en comer chocolate como en aquellas dos semanas.  Nos gustaba competir a ver si podíamos conseguir que el kinder bueno durase los treinta minutos libres que teníamos,  y siempre lo conseguíamos.  Nunca volví a ser así de paciente.  Aunque tengo que confesar que durante los descansos de física o química dejaba de comer las natillas y que aún a día de hoy,  no empiezo la cena hasta que se acaban los 10 segundos de espera de Streamcloud.   Pero el kinder bueno siempre se acaba,  igual que los capítulos de Girls se acaban,   y al quitar el envoltorio nos encontramos con que debajo de todo esto solo hay tiempo que se esfuma.

Muchas veces utilizo las canciones para darme cuenta del tiempo que llevo haciendo algo. Así se, por ejemplo, que de mi casa a la universidad hay dos canciones y tres si contamos el bajar las escaleras.  Hacer la compra me suele ocupar unas cuatro canciones , pero tres si está cerca la hora de comer o siete si llevo mucho sin hacer la compra.  Venir de Gijón a Szeged me lleva unas 298 canciones , así que siento que me separan diecinueve horas y catorce minutos de música de mi  familia,  mi perra, mis amigos, mi parada de bus y del árbol que siempre veo desde la cama. 

Llegará el día en que el plato de espagettis se acabe de verdad y esas 298 me separen de mi terraza con vistas a Dom Ter.  Todo lo que vivo se que pronto serán recuerdos y que mi vida seguirá el sentido contrario: el tiempo que me ayudaba a aprender como se pronuncia gracias en húngaro, hará que me acabe olvidando.  Y no valdrá de nada comer más lento el kinder bueno,  porque será solo una falsa ilusión de futuro.  Sin embargo, a veces darte cuenta de todo lo que vas a echar de menos antes de que se acabe, te hace valorar más cada segundo.   Y yo ,  a día de hoy,  me conformo con estar dentro de diez años en cualquier bar y que suene una canción que me recuerde a la promoción de zanahorias del Tesco - más todo lo que hay detrás- ,  y sin darme cuenta de repente esté sonriendo.

Algún tipo de probabilidad

El otro día vi a un señor de unos ochenta años sentado en el tren escribiendo algo en una libreta con la luz del sol de la siete de la tarde, que en este lado del mundo, no es muy intensa.  El caso es que me pregunté que años tendría , y calculé que alrededor de 80 ,  así que debería haber vivido con la mirada de un niño la guerra mundial ,  con la mirada de un adolescente el comunismo y la revolución del 56,  y con la mirada de un adulto el fin de este periodo y el inicio de la capitalización de Hungría.  Pensé que sería fascinante hablar con él,  y es algo que a menudo me ronda por la cabeza cuándo viajo a países que han estado en guerra recientemente o tienen una historia interesante.  Pienso que seguro que han tenido miedo , alivio, angustia, ira,  compasión, y millones de sensaciones que ni siquiera puedo escribir.  Creo que hay cosas que nunca podré entender del todo,  porque la historia leída no es lo mismo que vivida,  ni una placa conmemorativa es lo mismo que un agujero en una pared para espiar lo que está pasando en tu calle.   Todas estas cosas me hacían sentir que en los pensamientos de aquel señor había ochenta años de atisbos de calma y tormenta,  y me pregunté si era más fácil olvidarse del primer beso que de los ruidos de balas por la noche.  Me fijé más en ese hombre y me di cuenta de que tenía una enorme joroba y si esta palabra no es políticamente correcta es solo porque ahora no se me ocurre una mejor.  Llevaba ropa normal de hombre de ochenta años y gafas normales de hombre de ochenta años.  No tenía nada que no pudieses encontrar en una tienda de España.   Era enternecedor observarle acercarse en exceso al papel ,  pero tampoco era algo que solo hiciesen los hombres de ochenta años de Hungría, porque incluso yo misma a veces lo hago.   Todo esto,  me hizo darme cuenta de que si me lo hubiese encontrado en el muro de la playa San Lorenzo,  en la catedral de Oviedo,  en la castellana, en las Ramblas, o cualquier playa del sur,  hubiese pensado perfectamente que aquel hombre era español y que habría vivido la guerra civil, la posguerra y otros sucesos que,  sin ser menos importantes,  no me producían la misma expectación.  Pero le vi en el tren Budapest- Szeged,  y me imaginé todo eso.  Me imaginé sus noches de insomnio por el olor a muerte en las calles del distrito VII,  y el temblor de sus piernas por la mirada de una chica. Y nada de esto podría haber pasado,  pero yo me lo imaginé y me encariñé,  hasta que de repente aquel señor me empezó a recordar a millones de señores de cualquier país, ciudad, pueblo o continente.  Pensé si ya nunca podría ver a alguien por primera vez.  Porque muchas personas me recuerdan a otras personas, o tienen camisetas que tienen otras personas, o tienen camisetas que nadie más tiene como otras personas que se compran camisetas que nadie más tiene. Muchas personas son como otras personas que ya he conocido. Me dio un poco de vértigo aquello de estar condenado a recordar cosas del pasado siempre que conoces algo nuevo,  aunque no cuestiono tampoco la posibilidad de belleza en todo ello.   De repente aquel señor de ochenta años era un minero retirado que tras toda su vida trabajando y sin perderse un partido del Caudal,  había ido de viaje a Hungría.  Entonces el señor se bajó del tren,  cogió sus maletas y esperó sentado a que la multitud de personas se desvaneciese para echar a andar.  Cruzó las vías con cuidado y  el tren en el que yo estaba arrancó de nuevo. Él dobló la esquina y yo ya estaba bastante lejos,  así que casi sin darme cuenta perdí por completo su silueta.   Pronto ya estábamos en otro lugar, en otro pueblo,  y la probabilidad me decía que jamás vería de nuevo a aquel señor de unos ochenta años. Aquellos minutos de reflexión habían sido lo único que por instante conectó nuestras vidas,  aunque el ni siquiera me hubiese visto.   Y se que en unas semanas, meses o años,  puede que no recuerde nada de esto,  o puede que por los pequeños eternos retornos de la vida, yo algún día sea una señora de ochenta años que escribe en un tren.   Así que no me importaba mucho no poder ver nunca nada más por primera vez,  porque el día a día estaba lleno de últimas veces y en todo ello hay algo de belleza,  como en el sol de las siete de la tarde en este lado del mundo.